Escribo sentada sobre un barco que parece de juguete, lo cambié a usted por esto, por esto no continué lo que le estaba escribiendo hace unos días. El Rito llegó con cara de desespero, sin poder exhalar las palabras que traía en su boca. El Ruso reaccionó rápido, impositivo como siempre y nos llamó a hacerle caso al Rito, porque quien se acercara con esa expresión no podía estar mintiendo: nos seguían. Nos metimos entre unos árboles que apenas pudieron ser bosques, arrancamos hacia el norte de Myanmar evitando el mar hasta llegar más o menos a la altura de Hinthada. Ahí tuve que ceder ante la loca idea del Rito de subirnos a un barco estrecho que pertenecía un griego que, se notaba, no estaba acostumbrado a la compañía: su ánimo huraño y su rostro desconfiado nos obligaban a tener cuidado, pero tanto el ruso como Pinovski se subieron sin siquiera dudar al barco y yo ahí, con una pobre gata enferma que encontré en el camino amarrada en mis brazos, me subí al bote. Así partimos, los locos y los enfermos rumbo a Bangladesh que, en realidad era el lugar hacia donde se dirigía el griego a buscar no sé qué cosas para vender en su natal Eumopolis que, si bien entendí, está en una isla no muy lejos de Atenas.
No exagero cuando hablo de locos y enfermos... sospecho que el Ruso actúa con nosotros por algún trozo de frustración anclada en el pasado que ninguno de nosotros, niños todavía, indolentes, no vamos a comprender nunca: el viejo loco. Los otros somos enfermos, niños que no estaban en ninguna parte y que creyeron que tal vez esta era la mejor manera de conocer el mundo; niños turistas. Esta experiencia sólo recrea palabras enfermas, la escritura en general se asienta sobre la convicción de que palabras así son parte de la decadencia de una especie, el creador, el pensador y el escritor, son especies en extinción que nadie tiene ganas de salvar, pues a nadie sirven sus palabras inermes. O mejor dicho, son testigos de su autoextinción, la cual, creo, es una necesidad para que a Ramayana, la gata, ya no le duela vivir.
No conozco Bangladesh, pero el Ruso asegura que el griego va a dejarnos instalados en un lugar de unos conocidos. Al Ruso le simpatiza sobremanera. Asegura que el griego ha transado con delincuentes mayores -a unos nazis que huyeron a África y desde ahí, asegura, a la sexta región de nuestro país - y que, en cierta forma, le agrada ayudar a los que están a la deriva. El Ruso bromeaba con él, no se enojó, más bien le agradó que el griego se mantuviera al margen y viviera como un mercenario. Dice que le recuerda a él mismo a principios de los noventa cuando sus convicciones y la URSS en general estaba tan degenerada que no se sabía hacia qué bando se estaba jugando, hiciera lo que hiciera. Odio cuando el Ruso se pone a predicar: viejo loco.
Recuerdo en los años en que viví en Inglaterra que conocí a una nativa de Bangladesh que iba a la misma escuela que yo. Inocentes ambas. Lo único que recuerdo bien fue una vez que a la hora del almuerzo en la escuela pública, yo decidí sentarme al lado de otra amiga Susana y, entonces, Hillary de Bangladesh se puso a llorar porque no estaba sentada en el medio, entre nosotras. Allá vamos Hillary, la llorona, a conocer el país de las inundaciones, las hambrunas y la corrupción que son las únicas noticias por las cuales hubiese conocido ese país si no fuera por ti, la llorona.
sábado, noviembre 12, 2005
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