miércoles, noviembre 09, 2005

Llegamos al final del camino, tal como usted nos pidió. El camino se hunde en el mar. Caminamos doscientos kilómetros al oeste de Rangún y el camino se hunde en el mar.
Kye se fue al norte, a buscar a su mamá. Dijo
apenas en su inglés particular, aprendido a la rápida en algún instituto en Mandalay, que esto fue un gasto inútil de tiempo. Me dice que fallamos. Yo también lo creo.
Quedamos cuatro, sólo cuatro. Yo no me voy a ir, porque hace tiempo que creo que esto no vale la pena, pero me quedé. Y me voy a seguir quedando. El Ruso, Pinovski y Rito. Es una compañía deplorable, nadie sabe mucho qué hacer, parecen niños perdidos. Entonces me miran a mí, como si por ser mujer me podría ganar la confianza de algún birmano. Por lo general, me lanzan mis palabras por encima del sombrero que usted me regaló; algunos nos dan alojamiento y comida. Hay algunos que se enojan cuando se les habla de Birmania y no de Myanmar, hay otros que al revés. A veces ni siquiera puedo hablar con ellos más que con gestos. Creo que es cuando mejor nos llevamos, sin palabras. Entonces agacho bien la cabeza y me acuerdo de los guacamayos que sacamos del zoológico; trato de no acordarme mucho de los monos, todavía veo a ese que me enterró su garra en el brazo. Conseguí que un monje me lavara la herida antes de llegar hasta acá.
Ya me está empezando a dar miedo: miedo el calor, miedo los mosquitos, miedo a las represalias, miedo a este camino que no llega a ninguna parte, que se hunde bajo el mar.
Usted nos envió a un lugar hermoso a pesar de la devastación (cómo un mar tan calmado pudo comportarse con tal falta de decoro, hace tan poco). Estoy dentro de una capilla budista que se abre hacia el mar. A veces viene un caminante a tomar el agua que surge de la tierra y cae a una vasija de greda gastada. Se limpia la cara mientras me miran con recelo, como si supieran a lo que vinimos. ¿Es que lo saben? ¿Salimos ya en las noticias o podemos volver?

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