Al cuarto día de viaje llegamos a un pueblo donde nos podríamos aprovisionar sin problemas. El Ruso se compró un mapa de la zona que databa de 1985, trazado a mano por un explorador local. Fue lo más nuevo que pudimos encontrar; fue lo único que nos ofrecieron. No era un mapa exacto, pero nos permitía conocer los relieves del terreno y verificar donde podríamos cruzar la montaña. El Ruso me invitó a almorzar a un lugar que difícilmente se podría llamar restaurante; más bien era la casa de una familia que servía comida para extranjeros, cuando los había. El Ruso se movía por ese poblado como si fuera su propia casa, como si la conociera al revés y al derecho. Le pregunté y fue evasivo; dijo que el andar por este tipo de lugares era siempre igual: conocías uno y los conocías todos. Es claro que algo tiene el Ruso en este lugar, pues entonces ¿por qué habríamos de caminar específicamente hasta este lugar siendo que había muchos pueblos de campesinos entremedio? Sin duda este no debe haber sido el más grande: cuatro calles alrededor de un mercado. En el lugar donde almorzamos, el joven hijo de la dueña de la casa hablaba inglés y nos contó la historia de un hombre que hablaba en lengua extranjera que andaba paseándose por la región desnudo, con el cuerpo pintado de blanco y negro. El extranjero se instalaba en las afueras de los poblados, miraba al cielo y hablaba como si estuviera viendo algo, aunque las personas que lo habían visto dicen que allí no había nada. Luego prendía un fuego, ensayaba unas danzas que parecían venidas del continente africano - como su bailara con una serpiente - y luego se abría dos hoyitos en el cuello o el brazo y dejaba brotar la sangre. Se contaba que múltiples veces, los lugareños han debido llevarlo a sus casas para sanarlo. Mientras está allí, no cesa de hablar en su lengua extranjera, una lengua que parece un canto, una lengua que habla de otros mundos. La gente ya empieza a creer que es un iluminado y lo trata como tal, le dan limosna, cuentan la historia y transmiten el mito. El joven dueño de casa sacó una cuerda desde la cual colgaba un dibujo del iluminado. Partimos al mercado y encontramos bastantes objetos que confirmaban la presencia del iluminado. Nos llevamos varias. En un momento perdí al Ruso de vista, me quedé viendo las maravillas que uno encuentra en los mercados de estos pueblos. Artesanía de verdad, telas, ropa teñida y hecha a mano, frutas maravillosas, cereales dorados. Allí la gente nos trata con deferencia: somos extranjeros, pero la voz se ha corrido y saben quienes somos. Cuando me alejé del mercado con las provisiones, una señora se arrimó a mi espalda y me enlazó en la mano una figura de madera representando al iluminado.
Al cabo de una o dos horas de espera apareció el Ruso, despeinado y con otra ropa, también blanca, también de lino. La vuelta no será tan larga y no iremos solos: el Ruso ha conseguido que nos lleve un camión que debe hacer su ronda hacia el este. El camionero se parece extrañamente a Riu.
Cruzamos rápidamente los mismos caminos que habíamos andado y conocido al detalle. Ya se puede oler el río.
jueves, diciembre 29, 2005
lunes, diciembre 26, 2005
la ley de la razón
El viaje con el Ruso ha sido misterioso. Por lo general voy adelante de él y detrás de la Ramayana, muy pocas veces caminamos juntos y conversamos... a veces por las noches. El cansancio empieza a matarnos. No nos hemos bañado en varios días y sólo podemos comer una vez al día algo muy frugal para que no se acabe la comida. Creo que usted no me reconocería si me viera ahora o tal vez le recordaría los años de mi infancia que usted alcanzó a ver y yo apenas recuerdo en fotos.
Anoche la Ramyana cazó un pájaro de colores dorados. Aunque sea el camino de la naturaleza, no me acostumbro a ver belleza triturada en las mandíbulas de un ser amado. El Ruso miraba con incredulidad. A veces pienso que sospecha de mí; nunca me ha mostrado suficiente confianza, tal vez por la brecha etárea que nos separa, tal vez porque cree que lo mío es un capricho adolescente que cualquier día se me quita. A veces me da esa mirada de "cuando sepas..." que en él quiere decir que cuando conozca un hombre de mi edad que me llene la insatisfacción que ahora me obliga a ocuparme de Lapanda. Aún así no deja de ser amable. En su ropa blanca de algodón, lo que alguna vez fue el traje elegante de cuando lo conocí, preparó un cocimiento de cereales que le habíamos comprado a un granjero. El Ruso habla el chino a la perfección, aunque aquí le cuesta mucho comunicarse porque el dialecto denota la zona limítrofe en la que nos movemos. El Ruso anoche me tomó de la mano y me confesó que hace tiempo que no sentía lo que hoy sentía por mí. Más que miedo, me desilusioné, me dio un cansancio, se me vinieron los años pasados con usted a la memoria, los primeros, cuando debía estar todo el tiempo alerta. ¿Recuerda esa vez que usted me invitó a comer y mientras me llevaba a mi casa me tomó la mano? ¿Se acuerda que al llegar a mi casa usted abrió mi boca y se tragó mi aire? Esa noche yo lo ofendí. Tal vez ya sean demasiadas veces las que le dije que lo sentía; ahora lo siento por recordárselo una vez más. Fue esto lo que le tuve que contar al Ruso, pero él no me escuchó y me metió la mano por los pantalones. Creo que los pastizales secos, el miedo, el cansancio y el olor acumulado en nuestras pieles quisieron que nos abalanzáramos uno sobre el otro. Después de eso el Ruso se calló como si sus pensamientos ulteriores lo acosaran. Le empecé a hablar, de usted mayormente; creo que en gran medida el Ruso me aceptó en su equipo gracias a la ayuda que usted provee, aunque usted no le agrade.
Él mismo me contó la razón. Entonces me dijo que ustedes se conocían desde una estadía en Sudáfrica, cuando ambos estuvieron cumpliendo labores diplomáticas. Me contó que su esposa había muerto allí, a la edad de 23 años, casi 15 menos que él. Dicen que se murió de una infección, pero según el Ruso fue el viaje mismo: desde el día que salieron de Bonn, donde ella vivía, cayó en un estado de melancolía insusitado. Su primer viaje hasta la región de los Urales la azotó con una afección a los pulmones; luego en viaje hasta Bolivia la picó un insecto que la tuvo en una clínica por más de tres meses y nadie parecía saber la cura para ella, ni siquiera los chamanes que trajeron desde la selva. Luego la llevó a una estancia en la Patagonia chilena, donde se aquietó. Pero ni en Brasil, ni en la región de los Balcanes mantuvo ese estado. Cuando llegaron a Sudáfrica, tuvieron que recorrerlo entero. Ella no quería quedarse sola, pues estaba en un constante estado de miedo que la paralizaba y sólo se sentía bien si alguna parte de su cuerpo estaba pegada a la de él. Así que lo aocmpañaba donde fuera, a pesar de la insistencia del Ruso para que lo esperara en San Petersburgo, donde tenían su residencia oficial. Allí murió, en Sudáfrica, como en un cuento de Quiroga, atacada por la visión de lo que no le era propio. Para él, me dijo, yo representaba lo mismo a la vez que lo contrario que su esposa.
Anoche la Ramyana cazó un pájaro de colores dorados. Aunque sea el camino de la naturaleza, no me acostumbro a ver belleza triturada en las mandíbulas de un ser amado. El Ruso miraba con incredulidad. A veces pienso que sospecha de mí; nunca me ha mostrado suficiente confianza, tal vez por la brecha etárea que nos separa, tal vez porque cree que lo mío es un capricho adolescente que cualquier día se me quita. A veces me da esa mirada de "cuando sepas..." que en él quiere decir que cuando conozca un hombre de mi edad que me llene la insatisfacción que ahora me obliga a ocuparme de Lapanda. Aún así no deja de ser amable. En su ropa blanca de algodón, lo que alguna vez fue el traje elegante de cuando lo conocí, preparó un cocimiento de cereales que le habíamos comprado a un granjero. El Ruso habla el chino a la perfección, aunque aquí le cuesta mucho comunicarse porque el dialecto denota la zona limítrofe en la que nos movemos. El Ruso anoche me tomó de la mano y me confesó que hace tiempo que no sentía lo que hoy sentía por mí. Más que miedo, me desilusioné, me dio un cansancio, se me vinieron los años pasados con usted a la memoria, los primeros, cuando debía estar todo el tiempo alerta. ¿Recuerda esa vez que usted me invitó a comer y mientras me llevaba a mi casa me tomó la mano? ¿Se acuerda que al llegar a mi casa usted abrió mi boca y se tragó mi aire? Esa noche yo lo ofendí. Tal vez ya sean demasiadas veces las que le dije que lo sentía; ahora lo siento por recordárselo una vez más. Fue esto lo que le tuve que contar al Ruso, pero él no me escuchó y me metió la mano por los pantalones. Creo que los pastizales secos, el miedo, el cansancio y el olor acumulado en nuestras pieles quisieron que nos abalanzáramos uno sobre el otro. Después de eso el Ruso se calló como si sus pensamientos ulteriores lo acosaran. Le empecé a hablar, de usted mayormente; creo que en gran medida el Ruso me aceptó en su equipo gracias a la ayuda que usted provee, aunque usted no le agrade.
Él mismo me contó la razón. Entonces me dijo que ustedes se conocían desde una estadía en Sudáfrica, cuando ambos estuvieron cumpliendo labores diplomáticas. Me contó que su esposa había muerto allí, a la edad de 23 años, casi 15 menos que él. Dicen que se murió de una infección, pero según el Ruso fue el viaje mismo: desde el día que salieron de Bonn, donde ella vivía, cayó en un estado de melancolía insusitado. Su primer viaje hasta la región de los Urales la azotó con una afección a los pulmones; luego en viaje hasta Bolivia la picó un insecto que la tuvo en una clínica por más de tres meses y nadie parecía saber la cura para ella, ni siquiera los chamanes que trajeron desde la selva. Luego la llevó a una estancia en la Patagonia chilena, donde se aquietó. Pero ni en Brasil, ni en la región de los Balcanes mantuvo ese estado. Cuando llegaron a Sudáfrica, tuvieron que recorrerlo entero. Ella no quería quedarse sola, pues estaba en un constante estado de miedo que la paralizaba y sólo se sentía bien si alguna parte de su cuerpo estaba pegada a la de él. Así que lo aocmpañaba donde fuera, a pesar de la insistencia del Ruso para que lo esperara en San Petersburgo, donde tenían su residencia oficial. Allí murió, en Sudáfrica, como en un cuento de Quiroga, atacada por la visión de lo que no le era propio. Para él, me dijo, yo representaba lo mismo a la vez que lo contrario que su esposa.
miércoles, diciembre 14, 2005
No cabe duda
Los espacios abiertos y el calor húmedo hacen aquí estragos; los pozos están casi vacíos (el invierno fue poco lluvioso). No cabe duda de que han pasado por aquí. Se han contactado conmigo por este medio, pero las cosas no son en las películas, no son tan rápidas ni tenemos que andar escapando a cada centímetro de ellos. Aún no nos localizan. ¿Cómo van a saber ellos donde estamos si ni siquiera nosotros sabemos? Usted entenderá. Su última carta me pareció un poco vaga, pero al fin y al cabo usted es un hombre buscado por la ley y conoce nuestra situación. ¿Lo han oblogado a hablar? Sé muy bien que esa perrita faldera continúa tras sus pasos para ver si se cruza conmigo antes que lo hagan los chilenos. Sé también que Kye anda en busca de su madre y que ellos saben donde vive. Kye sabe todos nuestros pasos. Sucede que ahora nos hemos desviado y mucho. Todo ha sido imprevisto. Por eso, necesito información: me ha llegado un mensaje de ese tal informante y usted me habla de todos menos de él, aunque se lo pedí expresamente. ¿Quién es? ¿Cuánto sabe? ¿Para quién trabaja? ¿Quiénes son esas mujeres que han estado interviniendo en la historia? ¿saben o no saben dónde estamos? Supongo que eso es lo importante.
¿Si acaso sé con quién camino al lado? Claro. Todos nos tomamos esto muy en serio. También sabe muy bien que este viaje se comenzó para evitar todo este realismo.
¿Si acaso sé con quién camino al lado? Claro. Todos nos tomamos esto muy en serio. También sabe muy bien que este viaje se comenzó para evitar todo este realismo.
lunes, diciembre 12, 2005
Dispersión
Al parecer las fuerzas que se oponen y que, tal vez, uno atrae por el mismo hecho de practicar acciones sobre el mundo destruyen el puente que uno se había trazado para dejar atrás las dificultades. No se puede pensar que el realizar cosas no van a traer consecuencias, pero es espeluznante no saber con qué uno lidia, qué agentes andan por ahí con los oídos atentos dispuestos a vender el alma de otros.
El Rito desapareció la otra noche junto a Trieste. Luego de ver lo que había hecho la naturaleza, anduvo con los ojos atormentados un par de días, lo que nos quedamos en tierra. Aunque todos lloramos cuando devolvimos a la tierra a Noche, los gritos de Lapanda se le hicieron insoportables al Rito, quien empezó a gritar en portugués su desespero. Mantuvimos el silencio, porque creíamos que era importante crear esa descarga, porque sabíamos que Lapanda y Riu estaban con el ojo puesto en el Rito, como si lo hubiera hecho a propósito. En un instante se lanzó sobre Noche y suavemente la acomodó en posición fetal. Luego todos observamos al Rito ponerle tierra a la cría. Nos quedamos toda la noche velando. Uno a uno empezamos a quedarnos dormidos. A la mañana siguiente el Rito no estaba. Creo que escapó atacado por la culpa.
Lo esperamos un par de días, salimos a buscarlo, pero si se había querido perder no había forma de encontrarlo en esos parajes. La comida se nos agotaba y debimos seguir. El bote y el remolque estaban cada vez en peores condiciones, al igual que nosotros. Asentados en el lecho del río, éramos las víctimas perfectas de los mosquitos.
Echamos andar el bote, pero el motor pronto fue insuficiente para luchar contra el cauce del Brahmaputra; estábamos cerca de las montañas y era hora de empezarcaminar para hacer nuestra entrada definitiva en China. El Ruso estaba muy nervioso y sólo gracias a Pinovski pudimos hacer un campamento, mientras dos de nosotros iríamos a aprovisionarnos a la aldea más cercana. El Ruso y yo partimos hacia el Oeste.
El Rito desapareció la otra noche junto a Trieste. Luego de ver lo que había hecho la naturaleza, anduvo con los ojos atormentados un par de días, lo que nos quedamos en tierra. Aunque todos lloramos cuando devolvimos a la tierra a Noche, los gritos de Lapanda se le hicieron insoportables al Rito, quien empezó a gritar en portugués su desespero. Mantuvimos el silencio, porque creíamos que era importante crear esa descarga, porque sabíamos que Lapanda y Riu estaban con el ojo puesto en el Rito, como si lo hubiera hecho a propósito. En un instante se lanzó sobre Noche y suavemente la acomodó en posición fetal. Luego todos observamos al Rito ponerle tierra a la cría. Nos quedamos toda la noche velando. Uno a uno empezamos a quedarnos dormidos. A la mañana siguiente el Rito no estaba. Creo que escapó atacado por la culpa.
Lo esperamos un par de días, salimos a buscarlo, pero si se había querido perder no había forma de encontrarlo en esos parajes. La comida se nos agotaba y debimos seguir. El bote y el remolque estaban cada vez en peores condiciones, al igual que nosotros. Asentados en el lecho del río, éramos las víctimas perfectas de los mosquitos.
Echamos andar el bote, pero el motor pronto fue insuficiente para luchar contra el cauce del Brahmaputra; estábamos cerca de las montañas y era hora de empezarcaminar para hacer nuestra entrada definitiva en China. El Ruso estaba muy nervioso y sólo gracias a Pinovski pudimos hacer un campamento, mientras dos de nosotros iríamos a aprovisionarnos a la aldea más cercana. El Ruso y yo partimos hacia el Oeste.
jueves, diciembre 08, 2005
El cauce Brahmaputra
Estamos en tierra firme en medio de los campos hirvientes de India. Nos hemos desviado de nuestro camino. Deberá usted tratar de recuperar aquel dinero que nos envió a Lhasa: no llegaremos ahí. Nos hemos encaminado hacia el este en busca de un mejor ambiente para Lapanda. Estamos todos tristes con nuestra pérdida y aún no encontramos a Trieste, la serpiente del Rito, pero yo creo que se esconde por ahí avergonzada de su naturaleza.
La otra noche, cuando aún íbamos por el Brahmaputra, me desperté para relevar a quien estuviera haciendo guardia a Lapanda y a sus crías Día y Noche. La gata no estaba durmiendo a mi lado y sospeché que había ido a meter las narices a la casa de los pandas. Cuando salí a cubierta la vi en la punta de estribor hipnotizada con la luna que se sumergía dentro del agua del río, a su lado estaba Pinovski acariciándole su lomo y cantando algo en eslavo. La Ramayana me vio y se subió a mi hombro. Fuimos los tres a ver a Lapanda. Ahí dormía ella con su Día y su Noche acurrucados entre sus patas gordas. Noche se lamía su pata derecha, dormido. Yo le dije a Pinovski que se podía ir a dormir, que yo terminaba la noche aquí afuera. Pinovski sólo tomó a la Ramayana. Acostado, se la puso en el pecho y la acariciaba hasta que la Ramayana se puso a ronronear mientras cerraba los ojos lentamente, con las patas dobladas hacia dentro, envueltas en la cola enroscada.
Pinovski me contó que una vez, cuando estaba en Brasil, se dedicó una primavera entera a observar a un pájaro que llamaban Juan en jerga popular. En esa época buscaba una compañera, así que se lo podía ver armando con barro y pajitas una casita perfectamente redonda, como un panal con un pequeño agujero al frente por donde entraba y terminaba de suavizar las superficies por dentro. La construcción era maravillosa: apenas se podía ver entre el follaje de los árboles y se confundía con los colores de las ramas. Juan se puso a esperar y no pasó mucho tiempo hasta que llegara una Juana que le pareció que la casa de Juan hacía justicia a sus antepasados. Juan la invitó a su casa; Juana entró y la aprobó de inmediato. Sin dudarlo, se instaló en la casa redonda. Se aparearon al parecer por la noche, porque Pinovski no los había visto, pero a poco andar, Juana puso unos huevos pequeños. Juan traía comida con desespero, incluso más de los que podía comer Juana; los gusanos muertos y los bichos medio despedazados se iban acumulando hasta desbordar la casa. Luego de esto, Juan empezó a traer más barro y más paja con el cual cerraba el hoyito por donde se veía la cabecita confundida de Juana. La casa quedó completamente cerrada. Una vez hecho esto, Juan echó a volar.
Al poco tiempo se escuchabanlos grititos desesperados de los pollos y las alas batientes de Juana contra las paredes de su casa. Un día el ruido cesó. Se asomó un piquito pequeño entre las paredes de la casa de barro. Uno de los pollos había abierto un orificio a punta de esfuerzo, era un hoyito pequños, apenas para que él y sus hermanos alcanzaran a salir. El último pollo echó una última mirada atrás, como si estuviera esperando que su mamá le diera el último empujón; al final, se tiró a volar. Juana no salió más.
Pinovski había ido a Brasil poco después de hacerse Pinovski en Croacia. Había sido un viaje difícil, porque lo único que hablaba a esas alturas era un dialecto chino y trazos de indostaní. Como nunca supo cuándo había nacido, no sabe cuándo fue el momento exacto en que se dio cuenta de que era diferente, pero la sensación había existido con él desde siempre: eran las caras de las campesinas chinas al mirar al niño rubio que cuidaba la señora que aprendió a llamar mamá. Los niños en la escuela rural murmuraban a sus espaldas y le tiraban su pelo desteñido hasta sacárselo de manera de hacerse unos amuletos. Así que un día, cuando todavía no tenía pelos en la cara ni edad para saberlo, se fue de su casa con lo poco que tenía que eran dos camisas, un pantalón y un sombrero de paja que lo protegió del sol furibundo por los próximos siete años. Fue pescador, cocinero, marinero, cuidador de zoológicos y bibliotecario; cada vez acercándose más a la ladera occidental. En una biblioteca en Turquía aprendió a hablar inglés. El camino lo llevó hasta los Balcanes, donde sirvió mucho tiempo en las milicias de los cuerpos de paz. Allí adoptó el nombre de Pinovski de un refugiado no mucho más viejo que él, pero que había visto morir a su hijo aplastado por el techo de su casa. Pinovski, el real, le ofreció su nombre, porque él era el último eslabón de su familia y no quería que el apellido se perdiera ahora que él estaba perdido. Le dijo que no se olvidara que su familia había sido transhumante durante generaciones. Pinovski, el real, le dijo que antes de Croacia su familia había estado en Polonia y Portugal, pero que no sabía más allá de eso. Al poco tiempo Pinovski, el real, se murió de una enfermedad pulmonar y el nuevo Pinovski adoptó su nombre sin dificultades y sin muchos problemas legales, sólo tomó su lugar y su pasaporte y partió, porque nada quedaba en Croacia para los Pinovski.
Cuando el primer rayo de luz se asomó por la ventana, Día despertó a su mamá. Lapanda se movió y Noche cayó de una manera extraña, como un saco. Desde abajo de él salió Trieste que se movió rápidamente entre las maderas hacia abajo del bote. Nos quedamos helados mientras Lapanda descubría su Noche muerto.
La otra noche, cuando aún íbamos por el Brahmaputra, me desperté para relevar a quien estuviera haciendo guardia a Lapanda y a sus crías Día y Noche. La gata no estaba durmiendo a mi lado y sospeché que había ido a meter las narices a la casa de los pandas. Cuando salí a cubierta la vi en la punta de estribor hipnotizada con la luna que se sumergía dentro del agua del río, a su lado estaba Pinovski acariciándole su lomo y cantando algo en eslavo. La Ramayana me vio y se subió a mi hombro. Fuimos los tres a ver a Lapanda. Ahí dormía ella con su Día y su Noche acurrucados entre sus patas gordas. Noche se lamía su pata derecha, dormido. Yo le dije a Pinovski que se podía ir a dormir, que yo terminaba la noche aquí afuera. Pinovski sólo tomó a la Ramayana. Acostado, se la puso en el pecho y la acariciaba hasta que la Ramayana se puso a ronronear mientras cerraba los ojos lentamente, con las patas dobladas hacia dentro, envueltas en la cola enroscada.
Pinovski me contó que una vez, cuando estaba en Brasil, se dedicó una primavera entera a observar a un pájaro que llamaban Juan en jerga popular. En esa época buscaba una compañera, así que se lo podía ver armando con barro y pajitas una casita perfectamente redonda, como un panal con un pequeño agujero al frente por donde entraba y terminaba de suavizar las superficies por dentro. La construcción era maravillosa: apenas se podía ver entre el follaje de los árboles y se confundía con los colores de las ramas. Juan se puso a esperar y no pasó mucho tiempo hasta que llegara una Juana que le pareció que la casa de Juan hacía justicia a sus antepasados. Juan la invitó a su casa; Juana entró y la aprobó de inmediato. Sin dudarlo, se instaló en la casa redonda. Se aparearon al parecer por la noche, porque Pinovski no los había visto, pero a poco andar, Juana puso unos huevos pequeños. Juan traía comida con desespero, incluso más de los que podía comer Juana; los gusanos muertos y los bichos medio despedazados se iban acumulando hasta desbordar la casa. Luego de esto, Juan empezó a traer más barro y más paja con el cual cerraba el hoyito por donde se veía la cabecita confundida de Juana. La casa quedó completamente cerrada. Una vez hecho esto, Juan echó a volar.
Al poco tiempo se escuchabanlos grititos desesperados de los pollos y las alas batientes de Juana contra las paredes de su casa. Un día el ruido cesó. Se asomó un piquito pequeño entre las paredes de la casa de barro. Uno de los pollos había abierto un orificio a punta de esfuerzo, era un hoyito pequños, apenas para que él y sus hermanos alcanzaran a salir. El último pollo echó una última mirada atrás, como si estuviera esperando que su mamá le diera el último empujón; al final, se tiró a volar. Juana no salió más.
Pinovski había ido a Brasil poco después de hacerse Pinovski en Croacia. Había sido un viaje difícil, porque lo único que hablaba a esas alturas era un dialecto chino y trazos de indostaní. Como nunca supo cuándo había nacido, no sabe cuándo fue el momento exacto en que se dio cuenta de que era diferente, pero la sensación había existido con él desde siempre: eran las caras de las campesinas chinas al mirar al niño rubio que cuidaba la señora que aprendió a llamar mamá. Los niños en la escuela rural murmuraban a sus espaldas y le tiraban su pelo desteñido hasta sacárselo de manera de hacerse unos amuletos. Así que un día, cuando todavía no tenía pelos en la cara ni edad para saberlo, se fue de su casa con lo poco que tenía que eran dos camisas, un pantalón y un sombrero de paja que lo protegió del sol furibundo por los próximos siete años. Fue pescador, cocinero, marinero, cuidador de zoológicos y bibliotecario; cada vez acercándose más a la ladera occidental. En una biblioteca en Turquía aprendió a hablar inglés. El camino lo llevó hasta los Balcanes, donde sirvió mucho tiempo en las milicias de los cuerpos de paz. Allí adoptó el nombre de Pinovski de un refugiado no mucho más viejo que él, pero que había visto morir a su hijo aplastado por el techo de su casa. Pinovski, el real, le ofreció su nombre, porque él era el último eslabón de su familia y no quería que el apellido se perdiera ahora que él estaba perdido. Le dijo que no se olvidara que su familia había sido transhumante durante generaciones. Pinovski, el real, le dijo que antes de Croacia su familia había estado en Polonia y Portugal, pero que no sabía más allá de eso. Al poco tiempo Pinovski, el real, se murió de una enfermedad pulmonar y el nuevo Pinovski adoptó su nombre sin dificultades y sin muchos problemas legales, sólo tomó su lugar y su pasaporte y partió, porque nada quedaba en Croacia para los Pinovski.
Cuando el primer rayo de luz se asomó por la ventana, Día despertó a su mamá. Lapanda se movió y Noche cayó de una manera extraña, como un saco. Desde abajo de él salió Trieste que se movió rápidamente entre las maderas hacia abajo del bote. Nos quedamos helados mientras Lapanda descubría su Noche muerto.
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