lunes, diciembre 26, 2005

la ley de la razón

El viaje con el Ruso ha sido misterioso. Por lo general voy adelante de él y detrás de la Ramayana, muy pocas veces caminamos juntos y conversamos... a veces por las noches. El cansancio empieza a matarnos. No nos hemos bañado en varios días y sólo podemos comer una vez al día algo muy frugal para que no se acabe la comida. Creo que usted no me reconocería si me viera ahora o tal vez le recordaría los años de mi infancia que usted alcanzó a ver y yo apenas recuerdo en fotos.
Anoche la Ramyana cazó un pájaro de colores dorados. Aunque sea el camino de la naturaleza, no me acostumbro a ver belleza triturada en las mandíbulas de un ser amado. El Ruso miraba con incredulidad. A veces pienso que sospecha de mí; nunca me ha mostrado suficiente confianza, tal vez por la brecha etárea que nos separa, tal vez porque cree que lo mío es un capricho adolescente que cualquier día se me quita. A veces me da esa mirada de "cuando sepas..." que en él quiere decir que cuando conozca un hombre de mi edad que me llene la insatisfacción que ahora me obliga a ocuparme de Lapanda. Aún así no deja de ser amable. En su ropa blanca de algodón, lo que alguna vez fue el traje elegante de cuando lo conocí, preparó un cocimiento de cereales que le habíamos comprado a un granjero. El Ruso habla el chino a la perfección, aunque aquí le cuesta mucho comunicarse porque el dialecto denota la zona limítrofe en la que nos movemos. El Ruso anoche me tomó de la mano y me confesó que hace tiempo que no sentía lo que hoy sentía por mí. Más que miedo, me desilusioné, me dio un cansancio, se me vinieron los años pasados con usted a la memoria, los primeros, cuando debía estar todo el tiempo alerta. ¿Recuerda esa vez que usted me invitó a comer y mientras me llevaba a mi casa me tomó la mano? ¿Se acuerda que al llegar a mi casa usted abrió mi boca y se tragó mi aire? Esa noche yo lo ofendí. Tal vez ya sean demasiadas veces las que le dije que lo sentía; ahora lo siento por recordárselo una vez más. Fue esto lo que le tuve que contar al Ruso, pero él no me escuchó y me metió la mano por los pantalones. Creo que los pastizales secos, el miedo, el cansancio y el olor acumulado en nuestras pieles quisieron que nos abalanzáramos uno sobre el otro. Después de eso el Ruso se calló como si sus pensamientos ulteriores lo acosaran. Le empecé a hablar, de usted mayormente; creo que en gran medida el Ruso me aceptó en su equipo gracias a la ayuda que usted provee, aunque usted no le agrade.
Él mismo me contó la razón. Entonces me dijo que ustedes se conocían desde una estadía en Sudáfrica, cuando ambos estuvieron cumpliendo labores diplomáticas. Me contó que su esposa había muerto allí, a la edad de 23 años, casi 15 menos que él. Dicen que se murió de una infección, pero según el Ruso fue el viaje mismo: desde el día que salieron de Bonn, donde ella vivía, cayó en un estado de melancolía insusitado. Su primer viaje hasta la región de los Urales la azotó con una afección a los pulmones; luego en viaje hasta Bolivia la picó un insecto que la tuvo en una clínica por más de tres meses y nadie parecía saber la cura para ella, ni siquiera los chamanes que trajeron desde la selva. Luego la llevó a una estancia en la Patagonia chilena, donde se aquietó. Pero ni en Brasil, ni en la región de los Balcanes mantuvo ese estado. Cuando llegaron a Sudáfrica, tuvieron que recorrerlo entero. Ella no quería quedarse sola, pues estaba en un constante estado de miedo que la paralizaba y sólo se sentía bien si alguna parte de su cuerpo estaba pegada a la de él. Así que lo aocmpañaba donde fuera, a pesar de la insistencia del Ruso para que lo esperara en San Petersburgo, donde tenían su residencia oficial. Allí murió, en Sudáfrica, como en un cuento de Quiroga, atacada por la visión de lo que no le era propio. Para él, me dijo, yo representaba lo mismo a la vez que lo contrario que su esposa.

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